Luis Carlos, preguntó a su padre:

"¿Por qué el pueblo se ha enojado tanto con nosotros cuando antes nos amaba?"

Luis XVI le responde:

"Hijo mío, he querido que el pueblo fuera aún más dichoso de lo que era; tuve necesidad de dinero para pagar los gastos ocasionados por las guerras; pedí a mi pueblo como siempre lo han hecho mis predecesores; los magistrados que componían el Parlamento se opusieron y dijeron que sólo el pueblo tenía derecho a dar su consentimiento. Reuní en Versailles a los primeros de cada ciudad por su nacimiento, su fortuna o su talento; es lo que llaman Estados Generales. Cuando se reunieron me pidieron cosas que yo no podía hacer, ni por mí, ni por vos, que sois mi sucesor; pero había algunos malos que habían levantado al pueblo y los excesos que hemos visto los últimos días son obra de ellos. No hay que guardar rencor al pueblo."

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Querido diario:


La situación en Francia es insostenible y ya no me quedan más fuerzas para luchar. Han sucedido tantos graves acontecimientos en tan poco tiempo que ya no sé ni por dónde empezar… En lo único que pienso es en quitarme todos estos problemas de la cabeza…
El 14 de julio, se produjo el asalto de la Bastilla. Cuando una muchedumbre furiosa por el resultado de los Estados Generales tomó la prisión por la fuerza, los revolucionarios soltaron a los presos que allí había y se apoderaron de las armas para sus enfrentamientos con la Guardia Real.
Durante el verano, el ambiente en el país fue muy tenso y las revueltas populares eran continuas, así como las protestas y la represión… Todos estos hechos bañaron las calles de nuestro amado país de sangre.
Pero el momento culminante se dio hace un par de días, el 6 de octubre, cuando, alrededor de las cinco de la madrugada, mis doncellas oyeron los gritos de unas mujeres aproximándose a mis aposentos y nos alertaron para que me refugiase, junto con mi marido y mis dos hijos, en uno de los salones de Palacio. Pero con esto no acabó todo, pues los gritos no cesaron, aunque ya no eran las intrusas, sino todo el pueblo que se amotinaba en la plaza de Palacio pidiendo nuestra presencia.
Durante unos minutos nadie se movió, nadie supo qué hacer, todos estábamos aterrados… Finalmente, Luis salió al balcón para aplacar a la multitud, pero entonces, tras unos instantes, Luis retrocedió con el rostro ensombrecido y todos pudimos oír claramente como el pueblo me reclamaba a mí gritando: “La Reine au balcone!!”
Con mis hijos de la mano, suspiré, y salí, pero la muchedumbre exigía que dejara a los niños atrás y así lo hice, aunque tengo que admitir que fue un momento muy duro para mí y me costó soltar sus manos pues pensaba que ese iba a ser el último momento en que vería sus angelicales rostros.
Finalmente, me dirigí al balcón y vi como toda la multitud, armada hasta los dientes, con antorchas y el odio reflejado en los ojos, me apuntaban con sus fusiles enfurecidos y gritando.
Instintivamente, les hice una reverencia, que sin duda merecían por todo el sufrimiento que mis caprichos y errores les habían causado, y todos ellos, perplejos, bajaron las armas y me observaron en silencio.



(Vídeo de la película La Revolución Francesa de R. Enrico y R.T. Heffron)


Volví con mi familia y el resto de personas que allí había y aunque hicieron muchas preguntas, no tuve fuerzas para responder a ninguna de ellas pues notaba como me temblaba todo el cuerpo.
El rey, consciente de que no podía luchar con esta situación, decidió marcharse al Palacio de las Tullerías, en París, y para no dejarnos desprotegidos en Versalles, nos llevó con él.
Durante las siete horas que duró el trayecto desde Versalles a París, fuimos acompañados por todo el furioso pueblo y tuvimos que soportar insultos, abucheos y amenazas hacia nosotros y en especial, hacia mí, “la austriaca”, que a pesar de tantos años aquí y de la expectación que generó su llegada en 1770, no supo responder a esa confianza que desde el primer momento fue depositada en ella.
Ahora que me encuentro en mis nuevos aposentos del Palacio de las Tullerías, recuerdo mi antigua vida en Versalles, y sobretodo, las tardes en el Pequeño Trianón, disfrutando de la agradable compañía de amigos, como Yolande de Polastron, la Condesa de Polignac; María Teresa de Saboya, la Princesa de Lamballe; mi cuñado Carlos, el Conde de Artois; mi querido Axel, el Conde Fersen… Todos ellos han tenido que separarse de mí para ponerse a salvo.
En estos momentos, aunque, a pesar de las dificultades, he sido feliz, me pregunto qué hubiese sido de mí si mi madre no hubiese concertado mi matrimonio con el Delfín de Francia o si, en lugar de eso, hubiese sido una Reina ejemplar y hubiese seguido los consejos que ella me daba y hubiese tratado de seguir los pasos de la gran María Teresa de Austria.
Nunca hubiese pensado que un lugar tan grande y lujoso, como un Palacio, pudiese llegar a parecer una prisión, y por ello, trato de convencer a Luis para que nos saque a mis hijos y a mí de aquí antes de que la situación empeore aún más porque, en estos momentos, ya nadie nos quiere ni nos necesita y todo ha llegado a un punto en el que nada podemos hacer por remediarlo, así que, solo nos queda huir.
Trataré de contactar con mi hermano José II, el actual Emperador de Austria, y Luis pretende pedir ayuda al Rey de España, Carlos IV. Espero que esta ayuda llegue a tiempo porque la necesitamos.
Todos estamos muy intranquilos y con pocas esperanzas, pero lo que realmente me parte el corazón es ver el miedo reflejado en el rostro de mis dos hijos, es un sentimiento que no puedo soportarlo, ver como sufren y todo por nuestra culpa…
Por ahora quedo a la espera de nuevos acontecimientos… y de un milagro.

Tuya, María Antonieta.

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